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San Luis Paranormal: Vigilante de ultratumba en el Museo Francisco Cossío

Dicen que el agradecimiento de una persona puede superar cualquier barrera, incluso la de la vida misma. Dicen que hay personas que pueden dar todo lo que tienen por mera voluntad o por proteger algo que quieren. Dicen que hay almas en pena que, aún después de la muerte, regresan del más allá para seguir vigilando aquello que, cuando vivos, protegieron a capa y espada; ese es el caso del del eterno vigilante, un vigilante de ultratumba que todavía recorre los jardines de la antigua casa de campo de la Familia Meade.

José fue acogido por don Joaquín, un arquitecto de renombre que construyó una hermosa finca para vacacionar de vez en cuando. Tendría apenas unos 10 años cuando la suerte le cambió por completo al ser rescatado de la calle y obtener, de la nada, una vida sin carencias. Nunca le faltó alimento ni techo para protegerse, aprendió a leer y realizó viajes con la familia entera, como si fuera un miembro más.

Pasados los 15 años, José se había convertido en un joven fuerte y educado, valiente y responsable. Don Joaquín le encomendó vigilar la finca cuando anduviera de viaje pues, en esos tiempos, eran muy comunes los robos a cargo de un grupo de maleantes que asaltaban haciendas y casas de familias acomodadas. José no tenía armas pero confiaba en que su presencia y una vara de pirul serían suficientes para ahuyentar a cualquier maleante.

Una noche serena y de luna, José realizaba sus rondines habituales. Llegó a las caballerizas, todo en orden, los jardines brillaban con claridad, mientras la fuente del patio dejaba caer sus cortinas de agua. Una suave brisa mecía las copas de los árboles y un silencio encantador invadía todos los rincones pero la inmensa calma se vio turbada por una súbita agresión; sin darse cuenta, José fue derribado por el golpe de un desconocido.

El muchacho quiso reincorporarse, cayó en cuenta de lo que pasaba; ladrones. Quiso correr a poner en alerta al resto de los peones pero fue sorprendido por certeros disparos que lo dejaron tendido en el piso, en un charco de sangre que crecía más y más. Las detonaciones pusieron sobre aviso a los empleados quienes, en cuestión de minutos, cubrieron toda la finca y lograron detener a los asaltantes pero nada pudieron hacer por el joven quien había muerto casi de manera instantánea. Don Joaquín le rindió todos los honores, dio la orden de que lo enterraran en el panteón de la familia y que su tumba se cubriera de las mejores flores de la región.

Fue entonces cuando inició la verdadera historia de José, la noche de su muerte no fue la primera ni la última vez que intentaron robas la finca pero, desde entonces, decenas de ladrones daban testimonio del tormento que significaba entrar a esos terrenos. Se contaban unos a otros de una presencia sobrenatural que rondaba el lugar, un hombre joven con una vara de pirul en la mano derecha, con la ropa ensangrentada y la mirada profunda como ninguna otra.

Era un verdadero horror para los bandidos, el pánico les impedía moverse, se perdían aunque conocieran a la perfección los enormes jardines, un viento helado los sacudía y una voz amenazante les pedía que se retiraran del lugar. A punto de la locura, había disparos en todas direcciones pero no había manera de librarse, no sabían quién o qué los aterraba. Aturdidos salían corriendo. Era José, el alma de José la que vagaba en los jardines.

Sólo ladrones lo vieron, los peones nunca se toparon con ese guardián de ultratumba que vigilaba la finca, que vigila las instalaciones del, ahora, Museo Francisco Cossío.

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